Se me enredan las
palabrejas mientras te cuento el cuento. Vamos cuesta abajo, te paseo al tuntun
en mis brazos de mamá tigresa, de maestra inglesa.
Te frotas la
nariz-¡chis!- en mi bata como gata, oles el perfume de jazmín con que mojé la
seda en la mañana, parpadeas como chispeando.
Empezó a la mañana,
mientras te esperaba en la casa melaza, bailando con las sombras. Escribí
cartas, las rompí, recombiné las letras y formé un llamado espiralado a tu
presencia.
Pronuncié las oraciones con
la suma seriedad requerida y apareciste volando, sorpresiva. Pero amablemente
esperaste a que abriera la ventana para pasar, no hiciste despioles.
Ora sí: cuando me
tuviste debajo, me metiste adentro de tu pollera escollera y ahí rondé un rato
manso hasta que el ahogo bobo me sacó de un tirón.
Después enfermaste, tonta
manía tuya, y acá estamos. Te llevo pájarito herido hasta el hospital, cruzando
el monte.
Por la cumbre anuncia la
luna su sexo lácteo, yo te miro a los ojos y enseguida al camino por no
tropezarnos. Me pregunto por qué no nos llevas volando, pero entiendo que el
estornudo es tan fuerte y recurrente que podríamos morir.
Nos imagino cayendo a
toda prisa hasta estrellarnos en las piedras de abajito, siento vértigo y un
cosquilleo similar al que se siente cuando.
Y ay. Qué rico.
Se me antoja estrellarme
contigo contra las piedras.
Pero entonces estornudas
de nuevo.
Tu vida de pronto es un
fino hilo entre mis manos toscas y enderezo la espalda como un emperador y
avanzo el paso para curarte la enfermada y poder irme a volar con vos.
Volar juntos hasta que
el naranja violento del alba nos remita a la cama donde nos estrellaremos, pero
con tamaña buena suerte que el mediodía impía nos bostezará la despertada y
cantaremos juntos mientras te enjuago las alas.
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