lunes, 24 de junio de 2019

ANSÍA ANALÍA ANSÍA



ANSÍA ANALÍA ANSÍA
(Recortes imaginarios de una actuación)

“La más hermosa niña del mundo
puede dar sólo lo que tiene para dar.”
Música para pastillas, Patricio Rey y los Redonditos de Ricota

Ella ya está ahí.
Envuelta en lo oscuro, sentada como un samurái en el centro de una sala que aún en su pura silueta denota maqueta. Un resplandor fueguino recorta las sombras.
Ella está ahí. Su pelo a dos aguas reluce en la silueta. Tejado alerta.
Al parecer no se mueve. Luego pareciera que sí.
Luego no. Silueta quieta. 
La sombra del mago. O el samurái. El mago samurái.
¡Alerta, alerta! Algo sucedió. El samurái se está doblando sobre sí.
¡Esa sombra se ha vuelto líquida, lo juro!
¡Se ha escurrido sobre la silla, se ha desangrado por entero, se ha desintegrado!
Se escurrió sobre sí, una bolsa replegada, ingerida por el tubo de una aspiradora.
La luz se despliega. Asoma un paisaje setentista. Ella se ilumina como por un farolazo de auto caro contra las ligustrinas.
Una casa rodeada de verde. Muebles alargados. Mobiliario nórdico, sueco, minimalista. Plantas plásticas. Actriz alargada. El lugar está viñetado. Como un cuadro de cómic, como una pecera, como una jaula de cristal.
Mira hacia un lado alarmada. ¿Está secuestrada? Institutriz atada. Huevo en cuchara. ¿Haz visto sus pies?
Una pisada que se demora lo que una guerra. Embiste la planta y reviste su torso al ascender, elegante y letal como un arco tensándose para lanzar su flecha.
Gira hacia el costado. Me estoy casi muriendo dice una voz grávida que no ha parado de leer desde el principio, desde entonces. Un abrigo yace en un perchero. Ella asoma el pie en el leve acantilado y cae y rebota corta como un balazo ínfimo. Alpes donde están. Se para en una silla como una niña traviesa y delicada e inspecciona el abrigo. Animalito fisgón. Alicia mirando a través de la cerradura. Corteja el abrigo. Lo dispone. Lo perturba.
Ahora recorre el espacio. Lo vuelve peligroso con su paso de funambulista farmacológica. Ama de casa empastillada o posesa.  O empastillada y posesa.
Algo lleva entre sus manos.
¿Qué lleva? Un tazón de leche para los gatos muertos.
Se va a caer, se asoma como a un barranco. Es el barranco doméstico. Ah sí. Ah claro. Ah no. ¿A dónde mira? Hay una puerta. Va detrás. Qué lleva. Qué alza. Ah.
Ha abierto la puerta.
La puerta se ha abierto por primera vez en el mundo y ella está detrás. Ansiosa alargada. Como un fusil.
Un instante entero, inextinguible, es ella con la puerta entreabierta.
Tra-tra-tra-tra. Pero no, no, es calmo. Ah. Ha abierto la puerta. Ah. Está detrás y ha abierto la puerta y ahora pasa. Sus ojos acaudalan un mundo feroz. Ansía.
Ya está de nuevo sobre el tablón central. Se ha subido como una plañidera muda de pies magullados y adoloridos. Ahora mira hacia el lado alarmado  y se mece los brazos. Canasta de mimbre. Luego mide su hueso ajeno del brazo izquierdo con un lazo invisible y turquesa.
Algunos se llevan los objetos pero ella pertenece.  Permanece. Le vacían la casa. Se la desamueblan.  Ella se saca su anillo. Sí, se acaricia el brazo y la mano y se saca su anillo de bodas y lo deja en un cajón.
Su anillo matrimonial en un cajón.
Justo ahí se llevan la cajonera pero ella consigue tomar el florero que floreaba arriba. ¡Ah! Lo ha salvado de la desaparición. Lo tiene aferrado frente a su rostro oculto. Lo agita como un viento salvaje e impiadoso, como un terremoto in crescendo, como una fiera respirando tras juncos, tras espigas de maíz. Su cuerpo se electrifica, está enchufado a 220. Voltaje trepidante por todo el hueserío.
Para.
Ahora lo porta como un sable. Lo enseña.  Las acompaño con mis pensamientos. Pero ya no es un sable, ofrece las flores. Son flores. Son muy bellas flores y  ella está agotada. Ella está entreabierta como una flor con lluvia. Ofrece las flores y se las quitan. Sus manos huérfanas. Sus manos son hormigas envenenadas intentando encontrar la senda, abejas en la cera abriéndose camino a los tumbitos.
Entonces le cae una cascada helada o una avalancha nimia sobre su cuerpo ansioso. Ella siente la textura con sus dedos de insecta lisérgica. Ella rasca el fantasma. Le hace cosquillas. Lo trepa. Para. Gira.
Oh no oh no. Se aproxima. Se acerca. Sí. Ha salido de su casa. Al porche. A la acera. A la cerca. A la vereda, ha salido.
Vampira. Camina. Es de llorar. Es de llorar (alguien dirá esto más tarde).
Avanza ahora. Avanza y el encuadre de viñeta se desliza raudo hacia la derecha y desaparece. Del cielo de cemento desciende una hamaca. Algunos traen faroles rojos, navideños, neoyorquinos. Y un cerezo de mentira.
Ella apoya sus palmas como un gato dormido sobre la hamaca. Toca la cadena. Cadena. Fría. Cadenas. Se agarra y retrocede. La hamaca retrocede. Rudo barranco. Se sube. Parada está sobre la hamaca. La ansiosa. Se cuelga de ella y se va adelante y hacia atrás. Es una Heidi soviética.
Su camisa es una banderola blanca, su pollera un paraguas rojo y oscilante. Esto es de llorar. ¡Lo dijo! Ay cómo se hamaca, su cuerpo se hamaca todito él contra la ladera de la montaña. Hay sol, sí, sí. Un sol de Chernobyl.
El aire está como de cortar. Ahora cuclillas sobre la hamaca. Cuchillas. Sus muslos blancos. La pollera roja se enrojece. Esto ya no es Heidi. ¿Qué es, quién es?
Y entonces canta. Es una voz escarchada de tocadiscos lejano que atraviesa un campo verde y helado. Voz mecida y estremecida que crece y golpea como sus zapatos en el piso al rozarlo. Una voz que gira las veletas de las casas próximas y se riega cada vez más lejos. Que el viento lleva en un vaivén de promesa.
Cuelga de la hamaca. Cuelga hacia atrás y lanza su lamento brumoso, alemán, reiterativo.
Una niña llega, oh sí, hay un banco y la niña se sienta. Y en la hamaca reaparece la institutriz, se detiene con un raspón de los zapatos sobre el suelo de grava.
La secuestrada anda por el piso de nuevo, rodea a la niña atrás del banco. La institutriz blanquísima y amenazante. Antes la ha saludado desde lejos y la ha mirado con un solo ojo ácido y constante.
Frente a la niña que lee hay una parcela de césped. Oh. Las piernas de la institutriz la llevan, se llevan solas. La ansiosa salta. Una rayuela breve y tristona, no gran cosa, no, la lluvia borrará esas huellas. Se ha detenido. Se acerca al banco. Luego a los pies de la niña. Luego algo pasa. Voltaje helado.
Sus manos se agitan y el paisaje se emblanquece.
Sí. Ella hace nevar. No sé como lo hace pero de pronto nieva. Y su cuerpo se contorsiona porque esta nieve es filosa. Su cuerpo busca trinchera abrigo abajo doblándose sobre sí como una manta caprichosa en un lavarropas fallando. Su pollera abierta parece un pantalón de samurai taimado. Algunos traen un burbujero para la niña. Lo toma y burbujea y la ama de casa farmacolizada reacciona a ese estímulo torturador y dulce. Encantada por esas burbujas que son como sus neuronas estallando por el accidente brutal que ha tenido. Que tiene. La pobrecita peligrosa. Sí.
Y así se aleja en su paso rengo, raptada, tras la flautista burbujeante, no sin antes mirarme y grabarme su fulgor helado en pleno esternón.

Impresiones de la actuación de Analía Carlé
en los primeros minutos de la obra
Ansío los alpes. Así nacen los lagos. Versión III: el paisaje y la lectura,
dirigida por Victoria Hernández
en la sala Alejandro Urdapilleta de la TAE, Teatro Argentino, 
mayo 2019.
 Fotografía de Luciana Demichelis.



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